La necesidad de conocer y sentirme identificado me llevó a mirar a ese vado, donde las fumarolas ocasionalmente asoman su blanquecino humo. Lo pensé y seguí pedaleando, me esperaba la última pendiente. Ese fue el tenor de varias semanas donde repasaba las tomas, las anécdotas que podría recoger y este texto. También había una sensación del posible rechazo y la extrañeza.
Ese día me acerqué al ingreso de la terracería donde dos hombres cargaban el ladrillo rojizo a una camioneta. No sé si era por mi atuendo de ciclista o por la extrañeza de mi solicitud, que me vieron como bicho raro y me señalaron a una persona que caminaba hacia el fondo del terreno.
Los perros ladraban a mi paso, poseídos por alguna clase de demonio matutino. Seguí avanzando, me acerqué al encargado, era Javier, que con su buen humor y sin más después de explicarle mis motivos, comenzó a explicarme sobre la elaboración de ladrillo.
“Somos tres los que rentamos el terreno. Allá tomamos el barro y el tepetate, acá hacemos la liga. Mira, hace unos años invertí en este molino para que no fuera tanta chinga para el trabajador. Solo les pido que ellos le pongan la gasolina. Tuve que invertir una fuerte suma … fueron como $20,000 pesos. Pero no muchos lo usan, porque es peligroso. Hace tiempo una chamaca se descuidó y el rodillo le agarró las greñas y con la fuerza del motor… pues, le arrancó la piel y el cabello de la cabeza. Creo que ha de tener 16 años, por ahí anda usando una peluca”.
Con esa terrorífica experiencia agradecía a Javier y acordé en llamarle para hacer las fotografías. En mi mente y mientras pedaleaba fui haciendo las fotografías ideales.
Una semana después y con 10 km en el pedal comencé mi narración con luz…
La vida parece ser un acto de equilibrio, una suerte efímera, donde lo importante es que los extremos también aparezcan nítidos. Pero después de los constantes intentos nos damos cuenta de lo contrario, nos damos cuenta del enorme esfuerzo, nos damos cuenta de la omnipresente entropía y el olvido.
“Mañana me voy mañana” … canta Eve. Me pregunto si este estribillo que se repite y se repite en sus labios y en su mente, es el pasajero que quiere escapar de su cuerpo, de su mente, de su condición. ¿Será el inconsciente colectivo que se manifiesta de manera armónica en la cacofonía? ¿O es la rutinaria sensación de perderlo todo, todos los días?
“Este trabajo amansa locos”. Eve me cuenta la anécdota del caballo bronco que lo amansaron en una semana pisando la mezcla del barro. Recreo la escena con claros oscuros, el relinchar del caballo en el potrero, el hocico, las herraduras y el pesado caminar sobre el barro… Después la tranquilidad.
Eve a sus 45 años tiene 30 que comenzó en esta labor. Cuenta que lo ha intercalado con 12 años en “Dulces de la Rosa”. Lo corrieron cuando uno de los hijos del dueño tomó las riendas y comenzó a hacer contratos temporales. Tiene la esperanza de volver y poder tener una pensión.
Llega Rafa, hombre de 71 años. Curtido por el trabajo y por la bicicleta. Con parsimonia se desliza sobre el trinchado de los ladrillos. Asevera el poco compromiso de los jóvenes. “Hoy hacen 400 ladrillos, en mis tiempos hasta tres carretillas, como 1.200 ladrillos. Lo que ves aquí son 514, no sé contar, pero son lo de dos días”.
Rafa cavila, habla pausado y en susurro. Parece que pensara cada palabra con cuidado o que el dolor de la postura encorvada no le permitiera ir más aprisa. Me platica de los tiempos en que se dedicaba a la siembra, de su trajinar en Guadalajara. “Los vicios: cantinas, mujeres y todo eso”. De cómo en este terreno sembró cacahuate, pisca, casanga. “Anduve rentando como 25 años y pensé si toda la vida iba a estar ansina. Tengo qué hacer algo”. Me dice reflexivo Rafa. “Cuando uno está joven no siente uno. A uno (uno de sus hijos) le dije, mira cuando uno está joven… Y me contestó muy mal. Déjeme vivir mi pinche vida- me dijo. En ese momento dije este es un grosero… y me agarré llorando”.
Seguimos platicando de sus peripecias en la bicicleta en las calles de Tlajomulco, de su dentadura postiza “mi herramienta”- me dice entre carcajadas. De sus enfermedades y de ese dolor en la espalda baja. “Si me quito la camisa es como un cabrón fierro calienta, así como cuando chilla al meterlo al agua. Me ponen tres inyecciones y con eso me aliviano un chingo”.
Los temas se suceden y las preocupaciones de la vida desfilan entre la esperanza y el sosiego. En su tono de voz hay incomprensión, resignación y una paz que me hace pensar en mis posibles años de senectud.